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CONTINUACIÓN CON LA LECTURA DEL PRINCIPITO CAPÍTULOS ( IX - XVI )
NOTA:
- TODOS DEBEN TENER EL RESUMEN DE ESTOS CAPÍTULOS EN EL PORTAFOLIO
- SOCIALIZAR
OBJETIVO: Desarrollar las destrezas necesarias para la comprensión de la lectura
IX
Creo que el principito aprovechó la migración de una bandada
de pájaros silvestres para su
evasión. La mañana de la partida, puso en orden el planeta.
Deshollinó cuidadosamente sus volcanes en
actividad, de los cuales poseía dos, que le eran muy útiles
para calentar el desayuno todas las mañanas.
Tenía, además, un volcán extinguido. Deshollinó también el
volcán extinguido, pues, como él decía,
nunca se sabe lo que puede ocurrir. Si los volcanes están
bien deshollinados, arden sus erupciones,
lenta y regularmente. Las erupciones volcánicas son como el
fuego de nuestras chimeneas. Es evidente
que en nuestra Tierra no hay posibilidad de deshollinar los
volcanes; los hombres somos demasiado
pequeños. Por eso nos dan tantos disgustos.
El principito arrancó también con un poco de melancolía los
últimos brotes de baobabs. Creía que
no iba a volver nunca. Pero todos aquellos trabajos le
parecieron aquella mañana extremadamente
dulces. Y cuando regó por última vez la flor y se dispuso a
ponerla al abrigo del fanal, sintió ganas de
llorar.
—Adiós —le dijo a la flor. Esta no respondió.
—Adiós —repitió el principito.
La flor tosió, pero no porque estuviera resfriada.
—He sido una tonta —le dijo al fin la flor—. Perdóname.
Procura ser feliz.
Se sorprendió por la ausencia de reproches y quedó
desconcertado, con el fanal en el aire, no
comprendiendo esta tranquila mansedumbre.
—Sí, yo te quiero —le dijo la flor—, ha sido culpa mía que
tú no lo sepas; pero eso no tiene
importancia. Y tú has sido tan tonto como yo. Trata de ser
feliz. . . Y suelta de una vez ese fanal; ya no lo
quiero.
—Pero el viento...
—No estoy tan resfriada como para... El aire fresco de la
noche me hará bien. Soy una flor.
—Y los animales...
—Será necesario que soporte dos o tres orugas, si quiero
conocer las mariposas; creo que son
muy hermosas. Si no ¿quién vendrá a visitarme? Tú estarás
muy lejos. En cuanto a las fieras, no las
temo: yo tengo mis garras.
Y le mostraba ingenuamente sus cuatro espinas. Luego añadió:
—Y no prolongues más tu despedida. Puesto que has decidido
partir, vete de una vez.
La flor no quería que la viese llorar: era tan orgullosa...
X
Se encontraba en la región de los asteroides 325, 326, 327,
328, 329 y 330. Para ocuparse en
algo e instruirse al mismo tiempo decidió visitarlos.
El primero estaba habitado por un rey. El rey, vestido de
púrpura y armiño, estaba sentado sobre
un trono muy sencillo y, sin embargo, majestuoso.
—¡Ah, —exclamó el rey al divisar al principito—, aquí tenemos
un súbdito!
El principito se preguntó:
"¿Cómo es posible que me reconozca si nunca me ha
visto?"
Ignoraba que para los reyes el mundo está muy simplificado.
Todos los hombres son súbditos.
—Aproxímate para que te vea mejor —le dijo el rey, que estaba
orgulloso de ser por fin el rey de
alguien. El principito buscó donde sentarse, pero el planeta
estaba ocupado totalmente por el magnífico
manto de armiño. Se quedó, pues, de pie, pero como estaba
cansado, bostezó.
—La etiqueta no permite bostezar en presencia del rey —le
dijo el monarca—. Te lo prohibo.
—No he podido evitarlo —respondió el principito muy
confuso—, he hecho un viaje muy largo y
apenas he dormido...
—Entonces —le dijo el rey— te ordeno que bosteces. Hace años
que no veo bostezar a nadie.
Los bostezos son para mí algo curioso. ¡Vamos, bosteza otra
vez, te lo ordeno!
—Me da vergüenza... ya no tengo ganas... —dijo el principito
enrojeciendo.
—¡Hum, hum! —respondió el rey—. ¡Bueno! Te ordeno tan pronto
que bosteces y que no
bosteces...
Tartamudeaba un poco y parecía vejado, pues el rey daba gran
importancia a que su autoridad
fuese respetada. Era un monarca absoluto, pero como era muy
bueno, daba siempre órdenes
razonables.
Si yo ordenara —decía frecuentemente—, si yo ordenara a un
general que se transformara en
ave marina y el general no me obedeciese, la culpa no sería
del general, sino mía".
—¿Puedo sentarme? —preguntó tímidamente el principito.
—Te ordeno sentarte —le respondió el rey—, recogiendo
majestuosamente un faldón de su
manto de armiño.
El principito estaba sorprendido. Aquel planeta era tan
pequeño que no se explicaba sobre quién
podría reinar aquel rey.
—Señor —le dijo—, perdóneme si le pregunto...
—Te ordeno que me preguntes —se apresuró a decir el rey.
—Señor. . . ¿sobre qué ejerce su poder?
—Sobre todo —contestó el rey con gran ingenuidad.
—¿Sobre todo?
El rey, con un gesto sencillo, señaló su planeta, los otros
planetas y las estrellas.
—¿Sobre todo eso? —volvió a preguntar el principito.
—Sobre todo eso. . . —respondió el rey.
No era sólo un monarca absoluto, era, además, un monarca
universal.
—¿Y las estrellas le obedecen?
—¡Naturalmente! —le dijo el rey—. Y obedecen en seguida,
pues yo no tolero la indisciplina.
Un poder semejante dejó maravillado al principito. Si él
disfrutara de un poder de tal naturaleza,
hubiese podido asistir en el mismo día, no a cuarenta y
tres, sino a setenta y dos, a cien, o incluso a
doscientas puestas de sol, sin tener necesidad de arrastrar
su silla. Y como se sentía un poco triste al
recordar su pequeño planeta abandonado, se atrevió a
solicitar una gracia al rey:
—Me gustaría ver una puesta de sol... Deme ese gusto...
Ordénele al sol que se ponga...
—Si yo le diera a un general la orden de volar de flor en
flor como una mariposa, o de escribir una
tragedia, o de transformarse en ave marina y el general no
ejecutase la orden recibida ¿de quién sería la
culpa, mía o de él?
—La culpa sería de usted —le dijo el principito con firmeza.
—Exactamente. Sólo hay que pedir a cada uno, lo que cada uno
puede dar —continuó el rey. La
autoridad se apoya antes que nada en la razón. Si ordenas a
tu pueblo que se tire al mar, el pueblo hará
la revolución. Yo tengo derecho a exigir obediencia, porque
mis órdenes son razonables.
—¿Entonces mi puesta de sol? —recordó el principito, que
jamás olvidaba su pregunta una vez
que la había formulado.
—Tendrás tu puesta de sol. La exigiré. Pero, según me dicta
mi ciencia gobernante, esperaré que
las condiciones sean favorables.
—¿Y cuándo será eso?
—¡Ejem, ejem! —le respondió el rey, consultando previamente
un enorme calendario—, ¡ejem,
ejem! será hacia... hacia... será hacia las siete cuarenta.
Ya verás cómo se me obedece.
El principito bostezó. Lamentaba su puesta de sol frustrada
y además se estaba aburriendo ya un
poco.
—Ya no tengo nada que hacer aquí —le dijo al rey—. Me voy.
—No partas —le respondió el rey que se sentía muy orgulloso
de tener un súbdito—, no te vayas
y te hago ministro.
—¿Ministro de qué?
—¡De... de justicia!
—¡Pero si aquí no hay nadie a quien juzgar!
—Eso no se sabe —le dijo el rey—. Nunca he recorrido todo mi
reino. Estoy muy viejo y el
caminar me cansa. Y como no hay sitio para una carroza...
—¡Oh! Pero yo ya he visto. . . —dijo el principito que se
inclinó para echar una ojeada al otro lado
del planeta—. Allá abajo no hay nadie tampoco. .
—Te juzgarás a ti mismo —le respondió el rey—. Es lo más
difícil. Es mucho más difícil juzgarse
a sí mismo, que juzgar a los otros. Si consigues juzgarte
rectamente es que eres un verdadero sabio.
—Yo puedo juzgarme a mí mismo en cualquier parte y no tengo
necesidad de vivir aquí.
—¡Ejem, ejem! Creo —dijo el rey— que en alguna parte del
planeta vive una rata vieja; yo la oigo
por la noche. Tu podrás juzgar a esta rata vieja. La
condenarás a muerte de vez en cuando. Su vida
dependería de tu justicia y la indultarás en cada juicio
para conservarla, ya que no hay más que una.
—A mí no me gusta condenar a muerte a nadie —dijo el
principito—. Creo que me voy a marchar.
—No —dijo el rey.
Pero el principito, que habiendo terminado ya sus
preparativos no quiso disgustar al viejo
monarca, dijo:
—Si Vuestra Majestad deseara ser obedecido puntualmente,
podría dar una orden razonable.
Podría ordenarme, por ejemplo, partir antes de un minuto. Me
parece que las condiciones son
favorables...
Como el rey no respondiera nada, el principito vaciló
primero y con un suspiro emprendió la
marcha.
—¡Te nombro mi embajador! —se apresuró a gritar el rey.
Tenía un aspecto de gran autoridad.
"Las personas mayores son muy extrañas", se decía
el principito para sí mismo durante el viaje.
XI
El segundo planeta estaba habitado por un vanidoso:
—¡Ah! ¡Ah! ¡Un admirador viene a visitarme! —Gritó el
vanidoso al divisar a lo lejos al principito.
Para los vanidosos todos los demás hombres son admiradores.
—¡Buenos días! —dijo el principito—. ¡Qué sombrero tan raro
tiene!
—Es para saludar a los que me aclaman —respondió el
vanidoso. Desgraciadamente nunca pasa
nadie por aquí.
—¿Ah, sí? —preguntó sin comprender el principito.
—Golpea tus manos una contra otra —le aconsejó el vanidoso.
El principito aplaudió y el vanidoso le saludó modestamente
levantando el sombrero.
"Esto parece más divertido que la visita al rey",
se dijo para sí el principito, que continuó
aplaudiendo mientras el vanidoso volvía a saludarle
quitándose el sombrero.
A los cinco minutos el principito se cansó con la monotonía
de aquel juego.
—¿Qué hay que hacer para que el sombrero se caiga? —preguntó
el principito.
Pero el vanidoso no le oyó. Los vanidosos sólo oyen las
alabanzas.
—¿Tú me admiras mucho, verdad? —preguntó el vanidoso al
principito.
—¿Qué significa admirar?
—Admirar significa reconocer que yo soy el hombre más bello,
el mejor vestido, el más rico y el
más inteligente del planeta.
—¡Si tú estás solo en tu planeta!
—¡Hazme ese favor, admírame de todas maneras!
—¡Bueno! Te admiro —dijo el principito encogiéndose de
hombros—, pero ¿para qué te sirve?
Y el principito se marchó.
"Decididamente, las personas mayores son muy
extrañas", se decía para sí el principito durante
su viaje.
XII
El tercer planeta estaba habitado por un bebedor. Fue una
visita muy corta, pues hundió al
principito en una gran melancolía.
—¿Qué haces ahí? —preguntó al bebedor que estaba sentado en
silencio ante un sinnúmero de
botellas vacías y otras tantas botellas llenas.
—¡Bebo! —respondió el bebedor con tono lúgubre.
—¿Por qué bebes? —volvió a preguntar el principito.
—Para olvidar.
—¿Para olvidar qué? —inquirió el principito ya compadecido.
—Para olvidar que siento vergüenza —confesó el bebedor
bajando la cabeza.
—¿Vergüenza de qué? —se informó el principito deseoso de
ayudarle.
—¡Vergüenza de beber! —concluyó el bebedor, que se encerró
nueva y definitivamente en el
silencio.
Y el principito, perplejo, se marchó.
"No hay la menor duda de que las personas mayores son
muy extrañas", seguía diciéndose para
sí el principito durante su viaje.
XIII
El cuarto planeta estaba ocupado por un hombre de negocios.
Este hombre estaba tan abstraído
que ni siquiera levantó la cabeza a la llegada del
principito.
—¡Buenos días! —le dijo éste—. Su cigarro se ha apagado.
—Tres y dos cinco. Cinco y siete doce. Doce y tres quince.
¡Buenos días! Quince y siete
veintidós. Veintidós y seis veintiocho. No tengo tiempo de
encenderlo. Veintiocho y tres treinta y uno. ¡Uf!
Esto suma quinientos un millones seiscientos veintidós mil
setecientos treinta y uno.
—¿Quinientos millones de qué?
—¿Eh? ¿Estás ahí todavía? Quinientos millones de... ya no
sé... ¡He trabajado tanto! ¡Yo soy un
hombre serio y no me entretengo en tonterías! Dos y cinco
siete...
—¿Quinientos millones de qué? —volvió a preguntar el
principito, que nunca en su vida había
renunciado a una pregunta una vez que la había formulado.
El hombre de negocios levantó la cabeza:
—Desde hace cincuenta y cuatro años que habito este planeta,
sólo me han molestado tres
veces. La primera, hace veintidós años, fue por un abejorro
que había caído aquí de Dios sabe dónde.
Hacía un ruido insoportable y me hizo cometer cuatro errores
en una suma. La segunda vez por una
crisis de reumatismo, hace once años. Yo no hago ningún ejercicio,
pues no tengo tiempo de callejear.
Soy un hombre serio. Y la tercera vez... ¡la tercera vez es
ésta! Decía, pues, quinientos un millones...
—¿Millones de qué?
El hombre de negocios comprendió que no tenía ninguna
esperanza de que lo dejaran en paz.
—Millones de esas pequeñas cosas que algunas veces se ven en
el cielo.
—¿Moscas?
—¡No, cositas que brillan!
—¿Abejas?
—No. Unas cositas doradas que hacen desvariar a los
holgazanes. ¡Yo soy un hombre serio y no
tengo tiempo de desvariar!
—¡Ah! ¿Estrellas?
—Eso es. Estrellas.
—¿Y qué haces tú con quinientos millones de estrellas?
—Quinientos un millones seiscientos veintidós mil
setecientos treinta y uno. Yo soy un hombre
serio y exacto.
—¿Y qué haces con esas estrellas? —¿Que qué hago con ellas?
—Sí.
—Nada. Las poseo.
—¿Que las estrellas son tuyas?
—Sí.
—Yo he visto un rey que...
—Los reyes no poseen nada... Reinan. Es muy diferente.
—¿Y de qué te sirve poseer las estrellas?
—Me sirve para ser rico.
—¿Y de qué te sirve ser rico?
—Me sirve para comprar más estrellas si alguien las
descubre.
"Este, se dijo a sí mismo el principito, razona poco
más o menos como mi borracho".
No obstante le siguió preguntando:
—¿Y cómo es posible poseer estrellas?
—¿De quién son las estrellas? —contestó punzante el hombre
de negocios.
—No sé. . . De nadie.
—Entonces son mías, puesto que he sido el primero a quien se
le ha ocurrido la idea.
—¿Y eso basta?
—Naturalmente. Si te encuentras un diamante que nadie
reclama, el diamante es tuyo. Si
encontraras una isla que a nadie pertenece, la isla es tuya.
Si eres el primero en tener una idea y la
haces patentar, nadie puede aprovecharla: es tuya. Las
estrellas son mías, puesto que nadie, antes que
yo, ha pensado en poseerlas.
—Eso es verdad —dijo el principito— ¿y qué haces con ellas?
—Las administro. Las cuento y las recuento una y otra vez
—contestó el hombre de negocios—.
Es algo difícil. ¡Pero yo soy un hombre serio!
El principito no quedó del todo satisfecho.
—Si yo tengo una bufanda, puedo ponérmela al cuello y
llevármela. Si soy dueño de una flor,
puedo cortarla y llevármela también. ¡Pero tú no puedes
llevarte las estrellas!
—Pero puedo colocarlas en un banco.
—¿Qué quiere decir eso?
—Quiere decir que escribo en un papel el número de estrellas
que tengo y guardo bajo llave en
un cajón ese papel.
—¿Y eso es todo?
—¡Es suficiente!
"Es divertido", pensó el principito. "Es
incluso bastante poético. Pero no es muy serio".
El principito tenía sobre las cosas serias ideas muy
diferentes de las ideas de las personas
mayores.
—Yo —dijo aún— tengo una flor a la que riego todos los días;
poseo tres volcanes a los que
deshollino todas las semanas, pues también me ocupo del que
está extinguido; nunca se sabe lo que
puede ocurrir. Es útil, pues, para mis volcanes y para mi
flor que yo las posea. Pero tú, tú no eres nada
útil para las estrellas...
El hombre de negocios abrió la boca, pero no encontró
respuesta.
El principito abandonó aquel planeta.
"Las personas mayores, decididamente, son
extraordinarias", se decía a sí mismo con sencillez
durante el viaje.
XIV
El quinto planeta era muy curioso. Era el más pequeño de
todos, pues apenas cabían en él un
farol y el farolero que lo habitaba. El principito no
lograba explicarse para qué servirían allí, en el cielo, en
un planeta sin casas y sin población un farol y un farolero.
Sin embargo, se dijo a sí mismo:
"Este hombre, quizás, es absurdo. Sin embargo, es menos
absurdo que el rey, el vanidoso, el
hombre de negocios y el bebedor. Su trabajo, al menos, tiene
sentido. Cuando enciende su farol, es igual
que si hiciera nacer una estrella más o una flor y cuando lo
apaga hace dormir a la flor o a la estrella. Es
una ocupación muy bonita y por ser bonita es verdaderamente
útil".
Cuando llegó al planeta saludó respetuosamente al farolero:
—¡Buenos días! ¿Por qué acabas de apagar tu farol?
—Es la consigna —respondió el farolero—. ¡Buenos días!
—¿Y qué es la consigna?
—Apagar mi farol. ¡Buenas noches! Y encendió el farol.
—¿Y por qué acabas de volver a encenderlo?
—Es la consigna.
—No lo comprendo —dijo el principito.
—No hay nada que comprender —dijo el farolero—. La consigna
es la consigna. ¡Buenos días!
Y apagó su farol.
Luego se enjugó la frente con un pañuelo de cuadros rojos.
—Mi trabajo es algo terrible. En otros tiempos era
razonable; apagaba el farol por la mañana y lo
encendía por la tarde. Tenía el resto del día para reposar y
el resto de la noche para dormir.
—¿Y luego cambiaron la consigna?
—Ese es el drama, que la consigna no ha cambiado —dijo el
farolero—. El planeta gira cada vez
más de prisa de año en año y la consigna sigue siendo la
misma.
—¿Y entonces? —dijo el principito.
—Como el planeta da ahora una vuelta completa cada minuto, yo
no tengo un segundo de
reposo. Enciendo y apago una vez por minuto.
—¡Eso es raro! ¡Los días sólo duran en tu tierra un minuto!
—Esto no tiene nada de divertido —dijo el farolero—. Hace ya
un mes que tú y yo estamos
hablando.
—¿Un mes?
—Sí, treinta minutos. ¡Treinta días! ¡Buenas noches!
Y volvió a encender su farol.
El principito lo miró y le gustó este farolero que tan
fielmente cumplía la consigna. Recordó las
puestas de sol que en otro tiempo iba a buscar arrastrando
su silla. Quiso ayudarle a su amigo.
—¿Sabes? Yo conozco un medio para que descanses cuando
quieras...
—Yo quiero descansar siempre —dijo el farolero.
Se puede ser a la vez fiel y perezoso.
El principito prosiguió:
—Tu planeta es tan pequeño que puedes darle la vuelta en
tres zancadas. No tienes que hacer
más que caminar muy lentamente para quedar siempre al sol.
Cuando quieras descansar, caminarás... y
el día durará tanto tiempo cuanto quieras.
—Con eso no adelanto gran cosa —dijo el farolero—, lo que a
mí me gusta en la vida es dormir.
—No es una suerte —dijo el principito.
—No, no es una suerte —replicó el farolero—. ¡Buenos días!
Y apagó su farol.
Mientras el principito proseguía su viaje, se iba diciendo
para sí: "Este sería despreciado por los
otros, por el rey, por el vanidoso, por el bebedor, por el
hombre de negocios. Y, sin embargo, es el único
que no me parece ridículo, quizás porque se ocupa de otra
cosa y no de sí mismo. Lanzó un suspiro de
pena y continuó diciéndose:
"Es el único de quien pude haberme hecho amigo. Pero su
planeta es demasiado pequeño y no
hay lugar para dos..."
Lo que el principito no se atrevía a confesarse, era que la
causa por la cual lamentaba no
quedarse en este bendito planeta se debía a las mil cuatrocientas
cuarenta puestas de sol que podría
disfrutar cada veinticuatro horas
.
XV
El sexto planeta era diez veces más grande. Estaba habitado
por un anciano que escribía
grandes libros.
—¡Anda, un explorador! —exclamó cuando divisó al principito.
Este se sentó sobre la mesa y reposó un poco. ¡Había viajado
ya tanto!
—¿De dónde vienes tú? —le preguntó el anciano.
—¿Qué libro es ese tan grande? —preguntó a su vez el
principito—. ¿Qué hace usted aquí?
—Soy geógrafo —dijo el anciano.
—¿Y qué es un geógrafo?
—Es un sabio que sabe donde están los mares, los ríos, las
ciudades, las montañas y los
desiertos.
—Eso es muy interesante —dijo el principito—. ¡Y es un
verdadero oficio!
Dirigió una mirada a su alrededor sobre el planeta del
geógrafo; nunca había visto un planeta tan
majestuoso.
—Es muy hermoso su planeta. ¿Hay océanos aquí?
—No puedo saberlo —dijo el geógrafo.
—¡Ah! (El principito se sintió decepcionado). ¿Y montañas?
—No puedo saberlo —repitió el geógrafo.
—¿Y ciudades, ríos y desiertos?
—Tampoco puedo saberlo.
—¡Pero usted es geógrafo!
—Exactamente —dijo el geógrafo—, pero no soy explorador, ni
tengo exploradores que me
informen. El geógrafo no puede estar de acá para allá
contando las ciudades, los ríos, las montañas, los
océanos y los desiertos; es demasiado importante para
deambular por ahí. Se queda en su despacho y
allí recibe a los exploradores. Les interroga y toma nota de
sus informes. Si los informes de alguno de
ellos le parecen interesantes, manda hacer una investigación
sobre la moralidad del explorador.
—¿Para qué?
—Un explorador que mintiera sería una catástrofe para los
libros de geografía. Y también lo sería
un explorador que bebiera demasiado.
—¿Por qué? —preguntó el principito.
—Porque los borrachos ven doble y el geógrafo pondría dos
montañas donde sólo habría una.
—Conozco a alguien —dijo el principito—, que sería un mal
explorador.
—Es posible. Cuando se está convencido de que la moralidad
del explorador es buena, se hace
una investigación sobre su descubrimiento.
—¿ Se va a ver?
—No, eso sería demasiado complicado. Se exige al explorador
que suministre pruebas. Por
ejemplo, si se trata del descubrimiento de una gran montaña,
se le pide que traiga grandes piedras.
Súbitamente el geógrafo se sintió emocionado:
—Pero... ¡tú vienes de muy lejos! ¡Tú eres un explorador!
Vas a describirme tu planeta.
Y el geógrafo abriendo su registro afiló su lápiz. Los
relatos de los exploradores se escriben
primero con lápiz. Se espera que el explorador presente sus
pruebas para pasarlos a tinta.
—¿Y bien? —interrogó el geógrafo.
—¡Oh! Mi tierra —dijo el principito— no es interesante, todo
es muy pequeño. Tengo tres
volcanes, dos en actividad y uno extinguido; pero nunca se
sabe...
—No, nunca se sabe —dijo el geógrafo.
—Tengo también una flor.
—De las flores no tomamos nota.
—¿Por qué? ¡Son lo más bonito!
—Porque las flores son efímeras.
—¿Qué significa "efímera"?
—Las geografías —dijo el geógrafo— son los libros más
preciados e interesantes; nunca pasan
de moda. Es muy raro que una montaña cambie de sitio o que
un océano quede sin agua. Los geógrafos
escribimos sobre cosas eternas.
—Pero los volcanes extinguidos pueden despertarse
—interrumpió el principito—. ¿Qué significa
"efímera"?
—Que los volcanes estén o no en actividad es igual para
nosotros. Lo interesante es la montaña
que nunca cambia.
—Pero, ¿qué significa "efímera"? —repitió el
principito que en su vida había renunciado a una
pregunta una vez formulada.
—Significa que está amenazado de próxima desaparición.
—¿Mi flor está amenazada de desaparecer próximamente?
—Indudablemente.
"Mi flor es efímera —se dijo el principito— y no tiene
más que cuatro espinas para defenderse
contra el mundo. ¡Y la he dejado allá sola en mi
casa!". Por primera vez se arrepintió de haber dejado su
planeta, pero bien pronto recobró su valor.
—¿Qué me aconseja usted que visite ahora? —preguntó.
—La Tierra —le contestó el geógrafo—. Tiene muy buena
reputación...
Y el principito partió pensando en su flor.
XVI
El séptimo planeta fue, por consiguiente, la Tierra.
¡La Tierra no es un planeta cualquiera! Se cuentan en él
ciento once reyes (sin olvidar,
naturalmente, los reyes negros), siete mil geógrafos,
novecientos mil hombres de negocios, siete millones
y medio de borrachos, trescientos once millones de
vanidosos, es decir, alrededor de dos mil millones de
personas mayores.
Para darles una idea de las dimensiones de la Tierra yo les
diría que antes de la invención de la
electricidad había que mantener sobre el conjunto de los seis
continentes un verdadero ejército de
cuatrocientos sesenta y dos mil quinientos once faroleros.
Vistos desde lejos, hacían un espléndido efecto. Los
movimientos de este ejército estaban
regulados como los de un ballet de ópera. Primero venía el
turno de los faroleros de Nueva Zelandia y de
Australia. Encendían sus faroles y se iban a dormir. Después
tocaba el turno en la danza a los faroleros
de China y Siberia, que a su vez se perdían entre
bastidores. Luego seguían los faroleros de Rusia y la
India, después los de África y Europa y finalmente, los de
América del Sur y América del Norte. Nunca se
equivocaban en su orden de entrada en escena. Era grandioso.
Solamente el farolero del único farol del polo norte y su
colega del único farol del polo sur,
llevaban una vida de ociosidad y descanso. No
trabajaban