LEER ES UNA LOCURA
Lee con mucha atención el siguiente cuento:
Comprensión lectora
El árbol de candela
Un cuento de Triunfo Arciniegas
En Taganga, un pequeño y lejano pueblo que ya no existe, un loco sembró un fósforo encendido en el jardín de su casa. Era su último fósforo porque, aburrido de contemplar chorros de humo, decidió dejar de fumar. El loco, que era un gran tipo, delgado y gracioso, cabello de alfileres y nariz fina, usaba camisas de colores y pantalones de estrellas. Inventaba globos y cometas, famosos en Taganga y sus alrededores, y estaba loco. A veces amanecía como perro, ladraba hasta que le cogía la noche y perseguía a los niños hasta rasgarles los calzones. De noche quería morder la luna. Otras veces se sentía gato, recorría los tejados y se bebía la leche en las cocinas del vecindario. Otras veces se creía jirafa y lucía bufandas de papel. Cuando le daba por volverse guacamaya era peor.
A piedra o con agua caliente lo espantaban. Pero casi siempre lo toleraban porque, aparte de las cometas y los globos, inventaba otras bellezas: de pronto tapizaba de flores todas las calles del pueblo o escribía frases curiosas que repartía en hojas rosadas o soplaba pompas de jabón toda una tarde en el parque. Como loco que se respete, era poeta y soñador. Si el loco desaparecía por mucho tiempo, lo extrañaban y se preguntaban unos a otros dónde estaría, qué estaría haciendo y con quién.
Como era de esperarse, la gente se burló de la última locura del loco. Lo vieron sembrar el fósforo encendido en el jardín de su casa y se fueron a dormir. Sólo a un loco se le podía ocurrir sembrar un fósforo. Soñaron con estrellas de colores y madrugaron a ver el jardín.
El loco estaba cantando. Sacudió los hombros, hizo una cometa de zanahoria y la echó a volar.
La gente se reía.
El loco hizo un globo en forma de conejo, con orejas y todo, que se tragó la cometa en el aire.
La gente lloraba de risa.
El globo se comió una nube y engordó, se comió otra y se alejó sobre el mar.
La gente se toteaba de risa.
Pero al poco tiempo nació, y con rapidez creció, un árbol de candela. El árbol era como un sol de colores inquietos, como una confusión de lenguas rojas, naranjas y azules que se perseguían sin descanso desde la tierra del jardín hasta el cielo. Las flores se fueron corriendo a otro jardín porque el calor se les hizo insoportable y así el árbol fue el amo y señor indiscutible.
El loco, loco de la dicha, se puso la camisa más bonita y se peinó, salió a caminar por el pueblo con los bolsillos llenos de margaritas. El loco más feliz del mundo y la sonrisa de oreja a oreja. El más vanidoso. Se hizo tomar un retrato sobre un caballito de madera para acordarse de su día feliz. Debajo de la cama, en el baúl de una tía difunta, el loco conservaba un grueso álbum de días felices, que le gustaban más que la mermelada.
A la gente, en cambio, no le gustó el invento del árbol de candela porque los niños metían la mano y se quemaban, y entre todos decidieron apagarlo. Qué loco más peligroso, sólo a él se le podía ocurrir tal barbaridad. Llevaron y llevaron baldes de agua pero el árbol no se apagó, antes creció otro poco.
El árbol se sacudía como un bailarín. Como que se reía. Como que se burlaba de toda esa gente que sudaba.
Furiosos, los habitantes de Taganga llamaron a los bomberos de una ciudad cercana, y muy importante porque tenía cuerpo de bomberos con carro rojo, mangueras de todos los colores y como treinta hombre tragafuegos. Llegaron con mucho escándalo y atropellaron al árbol hora tras hora con sus chorros de agua. Se formó una humareda tremenda y el árbol se apagó. La gente tosía y se secaba las lágrimas, extraviada en el humo. Los bomberos se fueron satisfechos.
Fue una noche oscura y fría, llena de toses y lágrimas. Entonces reconocieron que el árbol iluminaba las noches como la más grande de las estrellas.
Los viejos lamentaron demasiado tarde no haberse acercado al árbol para encender los tabacos. Las mujeres maldijeron a los fósforos que perdían la cabeza sin dar llama. Fue una noche triste. El loco lloraba en su sillón. Cogía las lágrimas entre los dedos y se las tragaba.
Al amanecer, en el jardín del loco, del humo poco a poco brotó el árbol de candela, al principio como un hilo y luego con entusiasmo, y la gente brincó de alegría.
En la tarde llovió pero el árbol ya tenía fuerzas para enfrentar la lluvia.
La gente paseaba hasta la medianoche, iluminada y abrigada por el árbol. Alguien se acercó con timidez a encender el cigarro. Y luego otro y otro. Los viejos brincaron como cabras con el tabaco encendido. Una mujer trajo la ropa mojada. Otro se frotó las manos.
El árbol algo tenía del loco porque cambiaba de forma: a veces era un perro, a veces un gato, a veces una jirafa.
El pueblo se llenó de globos y cometas.
Los niños y los viejos, y luego las mujeres, bailaron alrededor del loco. Arrebatadas, las muchachas lo llenaron de besos, le trajeron camisas de flores y pantalones de pepitas. Como era justo y generoso, el loco le devolvió a la más bonita treinta y tres besos, contados con exactitud. Alguien le ofreció un sillón muy fino pero el loco dijo que en el suyo estaba bien. Se hizo tomar tres retratos.
De pronto, del árbol brotaron pájaros. Bellísimos pájaros de fuego. La gente se asustó al principio pero luego disfrutó el espectáculo: pájaros de fuego en el corazón de la noche. Por la mañana, los pájaros encendieron el fuego en las cocinas.
En Taganga, un pequeño y lejano pueblo que ya no existe, un loco sembró un fósforo encendido en el jardín de su casa. Era su último fósforo porque, aburrido de contemplar chorros de humo, decidió dejar de fumar. El loco, que era un gran tipo, delgado y gracioso, cabello de alfileres y nariz fina, usaba camisas de colores y pantalones de estrellas. Inventaba globos y cometas, famosos en Taganga y sus alrededores, y estaba loco. A veces amanecía como perro, ladraba hasta que le cogía la noche y perseguía a los niños hasta rasgarles los calzones. De noche quería morder la luna. Otras veces se sentía gato, recorría los tejados y se bebía la leche en las cocinas del vecindario. Otras veces se creía jirafa y lucía bufandas de papel. Cuando le daba por volverse guacamaya era peor.
A piedra o con agua caliente lo espantaban. Pero casi siempre lo toleraban porque, aparte de las cometas y los globos, inventaba otras bellezas: de pronto tapizaba de flores todas las calles del pueblo o escribía frases curiosas que repartía en hojas rosadas o soplaba pompas de jabón toda una tarde en el parque. Como loco que se respete, era poeta y soñador. Si el loco desaparecía por mucho tiempo, lo extrañaban y se preguntaban unos a otros dónde estaría, qué estaría haciendo y con quién.
Como era de esperarse, la gente se burló de la última locura del loco. Lo vieron sembrar el fósforo encendido en el jardín de su casa y se fueron a dormir. Sólo a un loco se le podía ocurrir sembrar un fósforo. Soñaron con estrellas de colores y madrugaron a ver el jardín.
El loco estaba cantando. Sacudió los hombros, hizo una cometa de zanahoria y la echó a volar.
La gente se reía.
El loco hizo un globo en forma de conejo, con orejas y todo, que se tragó la cometa en el aire.
La gente lloraba de risa.
El globo se comió una nube y engordó, se comió otra y se alejó sobre el mar.
La gente se toteaba de risa.
Pero al poco tiempo nació, y con rapidez creció, un árbol de candela. El árbol era como un sol de colores inquietos, como una confusión de lenguas rojas, naranjas y azules que se perseguían sin descanso desde la tierra del jardín hasta el cielo. Las flores se fueron corriendo a otro jardín porque el calor se les hizo insoportable y así el árbol fue el amo y señor indiscutible.
El loco, loco de la dicha, se puso la camisa más bonita y se peinó, salió a caminar por el pueblo con los bolsillos llenos de margaritas. El loco más feliz del mundo y la sonrisa de oreja a oreja. El más vanidoso. Se hizo tomar un retrato sobre un caballito de madera para acordarse de su día feliz. Debajo de la cama, en el baúl de una tía difunta, el loco conservaba un grueso álbum de días felices, que le gustaban más que la mermelada.
A la gente, en cambio, no le gustó el invento del árbol de candela porque los niños metían la mano y se quemaban, y entre todos decidieron apagarlo. Qué loco más peligroso, sólo a él se le podía ocurrir tal barbaridad. Llevaron y llevaron baldes de agua pero el árbol no se apagó, antes creció otro poco.
El árbol se sacudía como un bailarín. Como que se reía. Como que se burlaba de toda esa gente que sudaba.
Furiosos, los habitantes de Taganga llamaron a los bomberos de una ciudad cercana, y muy importante porque tenía cuerpo de bomberos con carro rojo, mangueras de todos los colores y como treinta hombre tragafuegos. Llegaron con mucho escándalo y atropellaron al árbol hora tras hora con sus chorros de agua. Se formó una humareda tremenda y el árbol se apagó. La gente tosía y se secaba las lágrimas, extraviada en el humo. Los bomberos se fueron satisfechos.
Fue una noche oscura y fría, llena de toses y lágrimas. Entonces reconocieron que el árbol iluminaba las noches como la más grande de las estrellas.
Los viejos lamentaron demasiado tarde no haberse acercado al árbol para encender los tabacos. Las mujeres maldijeron a los fósforos que perdían la cabeza sin dar llama. Fue una noche triste. El loco lloraba en su sillón. Cogía las lágrimas entre los dedos y se las tragaba.
Al amanecer, en el jardín del loco, del humo poco a poco brotó el árbol de candela, al principio como un hilo y luego con entusiasmo, y la gente brincó de alegría.
En la tarde llovió pero el árbol ya tenía fuerzas para enfrentar la lluvia.
La gente paseaba hasta la medianoche, iluminada y abrigada por el árbol. Alguien se acercó con timidez a encender el cigarro. Y luego otro y otro. Los viejos brincaron como cabras con el tabaco encendido. Una mujer trajo la ropa mojada. Otro se frotó las manos.
El árbol algo tenía del loco porque cambiaba de forma: a veces era un perro, a veces un gato, a veces una jirafa.
El pueblo se llenó de globos y cometas.
Los niños y los viejos, y luego las mujeres, bailaron alrededor del loco. Arrebatadas, las muchachas lo llenaron de besos, le trajeron camisas de flores y pantalones de pepitas. Como era justo y generoso, el loco le devolvió a la más bonita treinta y tres besos, contados con exactitud. Alguien le ofreció un sillón muy fino pero el loco dijo que en el suyo estaba bien. Se hizo tomar tres retratos.
De pronto, del árbol brotaron pájaros. Bellísimos pájaros de fuego. La gente se asustó al principio pero luego disfrutó el espectáculo: pájaros de fuego en el corazón de la noche. Por la mañana, los pájaros encendieron el fuego en las cocinas.
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